jueves, 30 de junio de 2011

Estrecho

Suena el teléfono, levanto las piernas y recorro a oscuras el camino hasta el escritorio, aún con los ojos cerrados; palpo hasta encontrar el aparato, descolgándolo. Buenos días, guardia. Cuelgo y me meto en el baño desprendiéndome de la camiseta. Abro la ducha y me pongo debajo para despejar; miro al suelo; el agua se va por el desagüe en un perfecto remolino, sin vaivenes. Día tranquilo. Salgo a medio secar y medio dormida, me visto, pantalón, polo, jersey (aún hace frío al amanecer); agarro las llaves y subo al puente.

Es de noche, saludo y nadie contesta; los radares están encendidos, las puertas de los alerones abiertas (por las que entra un viento frio de mil demonios); la mar una balsa de aceite. Me acerco a las pantallas y veo uno, dos, tres…¿qué narices es eso? Varios puntos a nuestro alrededor, apenas a un cable de distancia. Agarro los prismáticos camino del alerón de estribor; oficial y marinero están allí.

Los tres mirando, los tres viendo un punto flotante que podría ser cualquier cosa; la calima del amanecer y el sol que va saliendo por la popa no ayudan en absoluto; el barco va pasando, y los bultos quedando atrás. “Estrecho de Gibraltar”, los tres sabemos lo que puede ser, pero nadie lo nombra, no, eso sería mal fario.

La mañana se abre camino y el turno cambia mientras los puntos en el radar se suceden, cada vez más distantes, cada vez más desperdigados. Diviso algo que pasa casi rozándonos el casco, miro con los prismáticos y no quiero creer lo que mis ojos ven; aviso al superior, cuando llega ya está por la popa, guarda silencio mientras mira, durante unos segundos eternos; un madero. Yo callo, él calla. Volvemos a entrar y pasamos en silencio las siguientes cuatro horas. El “madero” no se movía…no tenía vida; pero yo sabía y él sabía que no era un madero.

Tres días después amarramos en las Canarias, ponemos las noticias mientras comemos (ya que solo disfrutábamos de televisión española cada dos semanas). Dos cayucos llegan a las costas de Almería, un tercero se hunde en medio del estrecho con cerca de 70 ocupantes a bordo. Nadie levanta la vista del plato, nadie habla, nadie dice nada; el día pasa entre grúas y trabajo; la vida a bordo sigue y al día siguiente zarpamos.

Desde entonces, cada vez que íbamos a cruzar el estrecho, esperaba junto a la impresora, rogando a los dioses por un mal parte de tiempo y mar. Nunca más volvimos a hablar de aquello, nunca más volví a hablar de aquello, y nunca antes, había reconocido que aquel madero que vimos, no era en realidad un madero, sino un cuerpo sin vida flotando boca abajo…que me acompaña cada vez que cierro los ojos y recuerdo aquel amanecer de cielo despejado y mar en calma, en las aguas del Estrecho.

A.

No hay comentarios: